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El sonido de la revolución

El 2019 ha sido un año bastante inusual en el ámbito social. Quizás desde la primavera árabe, hace ya casi una década, el mundo no estaba tan revuelto.   En Hong Kong, Indonesia, Líbano, Iraq, Holanda, Francia, Chile, Bolivia y Colombia, entre otros países, la gente se ha tomado las calles para hacer oír su voz a los gobernantes.   En el fragor de todas estas manifestaciones la música ha jugado, como siempre, un papel fundamental, ya sea en forma de sencillas arengas o canciones completas —como “un violador en tu camino” (que se ha convertido en un fenómeno mundial)—.  Incluso hace pocos días en Bogotá, como forma de protesta varios músicos se dieron cita para interpretar la novena sinfonía de Ludwig Van Beethoven. Sin embargo, el uso de la música como herramienta para movilizar a la población no es nada nuevo.

Ya Platón en “la República” advertía que cualquier innovación en la música que pusiera en riesgo al estado debía prohibirse pues “Cuando los modos de la música cambian, las leyes fundamentales del estado también lo hacen”. Los himnos, por ejemplo, de  Estados Unidos y Francia, comenzaron como un canto revolucionario. Según se sabe, las monarquías de Europa temiendo que la revolución francesa se extendiera por el continente, iniciaron en 1792 una guerra contra la recién formada república. Cómo una forma de animar a sus soldados para luchar contra las potencias extranjeras, el barón De Dietrich —que luego sería ejecutado en el régimen del terror—le pidió a su amigo  Claude Joseph Rouget de Lisle que compusiera una canción para las tropas. Esta se hizo popular casi de inmediato y fue cantada por cientos de voluntarios en Marsella (de allí su nombre popular “la marsellesa”). El caso de “the star spangled banner”, el himno de estados unidos es muy similar. Su origen se encuentra en un poema escrito en 1814 por Francis Scott Key, luego de presenciar el bombardeo del fuerte McHenry por parte de los británicos, en un intento de reconquista del territorio americano.  El poema era cantado sobre la melodía de una canción ya entonces muy popular llamada “the anacreontic song” del compositor —paradójicamente— inglés John Stafford Smith. La nueva versión pronto se extendió como un incendio y antes de finalizar el año ya era cantada por las tropas americanas que luchaban para deshacerse de una vez por todas del dominio británico. 

Las revoluciones de 1848, que marcarían para siempre la historia de Europa también entregaron a Rumania su himno, “Deșteaptă-te, române!” (despierta Rumania),  escrita por Andrei Mureșanu usando una melodía popular preexistente de Anton Pann. Esta canción ha acompañado a los rumanos desde entonces en cada conflicto importante en el que se han visto envueltos, incluida la revolución anticomunista de 1989.

Con el cambio de siglo y la creciente popularización de los fonógrafos,  la música se hizo mucho más universal e inmediata. Conscientes de su poder, los diferentes gobiernos participantes de la primera guerra mundial grabaron himnos para mantener la moral alta entre sus tropas y ciudadanos.  Ejemplos de ello son: Argonnerwaldlied (la canción de los pioneros) del compositor alemán Hermann Albert Gordon, que luego sería reencauchada en la segunda guerra mundial; “el adiós de Slavianka” del compositor ruso Vasily Agapkin; “O mój rozmarynie”(oh mi Rosamaría) endilgado generalmente a  los polacos Edward Słoński y Zygmunt Pomarański; “La Madelon” de Louis Bousquet y Camille Robert. Por supuesto, fueron los Estadounidenses, pese a su corta participación en la guerra, quienes más grabaron canciones propagandísticas. Existen decenas de grabaciones de aquel tiempo con canciones de compositores como  Irving Berlin, Harry Ruby y Walter Donaldson.

Paralelamente por estos tiempos en México tomaba cada vez más fuerza el género de los corridos de bandidos y en particular aquellos basados en la figura de Pancho Villa. Éste representa  el símbolo del poder popular, la encarnación de la revolución. Ejemplo de ello son las canciones: “las mañanitas de Pancho Villa” y “el corrido de Durango”, también conocido como “en Durango comenzó”.  Tras su muerte en 1923 se convirtió en un personaje de leyenda y más corridos fueron compuestos en su honor, pero ya con una carga biográfica más que revolucionaria.

Para mediados de los 1930s, el poeta y compositor  judeo-americano Abel Meeropol, cansado de los constantes linchamientos de personas negras en el sur de Estados Unidos, publicó bajo un seudónimo el poema “Bitter Fruit”  en el periódico “the New York Teacher”, del sindicato de maestros. Eventualmente decidió ponerle música y lo rebautizó como “Strange Fruit” consiguiendo un moderado éxito en el área de  Nueva York. Sería sólo cuando Billie Holiday empezó a cantarla en sus conciertos que alcanzaría fama nacional y se convertiría en el primer himno del movimiento por la igualdad de derechos, una lucha que continuaría por muchas décadas más.

Con la llegada de la segunda guerra mundial, por supuesto, la música propagandística tomó el planeta por asalto. Sin embargo, de este periodo mi historia favorita es la de la Sinfonía  No. 7 en Do mayor de Shostakovich. En 1941 el reconocido compositor se hallaba en San Petersburgo (entonces llamada Leningrado) trabajando como bombero y componiendo en sus tiempos libres, luego de que  Hitler hubiese declarado la guerra a la Unión Soviética. El avance del ejército Nazi fue tan rápido e implacable que en poco tiempo la ciudad estaba sitiada. Tal era el desprecio que sentía el führer por la ciudad que pretendía matar a toda la población de hambre para destruirla. Durante los meses iniciales del sitio Shostakovich escribió el primer y segundo movimiento  de su sinfonía a la que bautizó “Leningrado”. A medida que la situación empeoraba y se acercaba el invierno, el gobierno evacuó a varios cientos de ciudadanos a Kuibyshev, entre ellos al célebre compositor. Allí hubo de terminar la escritura de su obra y la estrenó ante un teatro lleno en el peor momento de la guerra. Desde aquel momento la sinfonía inició su viaje por el mundo. 

Fue fotografiada en 900 páginas de microfilm, yendo de Moscú a Teherán, después al Cairo y a Londres donde fue interpretada en los estudios de la BBC. De allí reemprendió su viaje a Nueva York donde fue dirigida por Toscanini para la NBC. Finalmente llegó a Leningrado el 2 de Julio de 1942.  Apenas unos meses atrás, en marzo de ese año, el gobierno decidió que para mantener en pie el espíritu de la ciudad, se debía volver a interpretar música para que se oyera por toda la ciudad. Para aquel momento ya la hambruna había matado a medio millón de habitantes y la única orquesta que quedaba en pie era la Radiokom. Karl Eliasberg, el único director de orquesta que aún vivía en Leningrado fue convocado para rearmar la orquesta con los músicos que encontrara.   Apenas si había poco más de una decena vivos. Eliasberg Recorrió la ciudad en bicicleta en busca de músicos. Para su sorpresa encontró al percusionista Jevdev Aidarov en la morgue, declarado muerto. Pero cuando se acercó al cadáver, para confirmar su identidad, descubrió que aún movía sus dedos. Estaba vivo. Fue por supuesto enviado al hospital donde le reanimaron para que estuviera en condiciones de ensayar con el ensamble. Para julio, cuando el director pudo finalmente ver la partitura de la obra descubrió horrorizado que  La sinfonía requería 115 músicos. Solo quedaban 27 de la orquesta y apenas 12 de ellos estaban en condiciones de tocar su instrumento. Buscó intérpretes improvisados para completar lo que le faltaba de orquesta. El 9 de agosto de 1942, la improvisada orquesta deleitó a un público de casi mil personas en el pabellón filarmónico de la ciudad, con la interpretación completa de la sinfonía de 72 minutos de duración. La presentación fue puesta en altoparlante por toda la ciudad sorprendiendo a locales e invasores. Se dice que los militares alemanes que estuvieron presentes aquel día supieron en ese instante que habían perdido la guerra.  La ciudad empero, debió soportar muchos meses más de asedio. Finalmente fue liberada el 27 de enero de 1944.

Durante los 60s y 70s, las demandas por reivindicaciones sociales hicieron eco en todo el mundo dando paso a la creación de la canción protesta.  En Norteamérica el movimiento por los derechos civiles se vio abanderado por la memorable “A change is gonna Come” de Sam Cooke, quien moriría asesinado en un motel de Los Angeles en 1964 en confusas circunstancias. En ese mismo año Bob Dylan publicaría su legendario álbum  “times they are a-changin”, cuya canción homónima reflejaba el espíritu de los tiempos que se vivían y el sentir de su propia generación. El tema llegó a convertirse en un himno de su generación y en la canción protesta por antonomasia en el mundo anglo parlante, llegando a ser cantado por artistas como los Beach Boys, Cher o Billy Joel.

Paralelamente, en Suráfrica el movimiento anti-apartheid daba sus primeros pasos y su vocero fue Vuyisile Mini, quien usualmente es considerado como el “padre de la canción protesta”  en su país natal. Su canción “Ndodemnyama we Verwoerd” (cuidado verwoerd) llegó a ser una de las más populares en la era del apartheid. Fue arrestado en 1963 por crímenes políticos y condenado a muerte al rehusarse a testificar en contra de sus camaradas.

En Iberoamérica  y España, por aquellos tiempos,  se consolidó el movimiento de la “nueva canción”.  Esta buscaba renovar la música folclórica de Latinoamérica, a la vez que reaccionar contra la dominación cultural de Europa y Norteamérica.    Entre sus principales exponentes estaban artistas como Atahualpa Yupanqui, Victor Jara, Violeta Parra, Joan Manuel Serrat, León Gieco y Mercedes Sosa entre otros. Su filiación con la nueva izquierda, la teología de la liberación o los derechos humanos  convirtieron prontamente a estos artistas en blancos de la ultraderecha apoyada por la CIA que se haría con el poder en el continente por esos mismos años. Muchos terminaron sufriendo torturas, exilios o incluso siendo asesinados como fue el Caso de Victor Jara, quien moriría en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, víctima de más de 40 balazos e incontables horas de tortura,  sólo 5 días después de que Pinochet diera su golpe de estado. El legado de estos artistas, no obstante, se mantiene hasta nuestros días con canciones como “si se calla el cantor”, “sólo le pido a Dios”, “zamba de mi esperanza” y “gracias a la vida” (que fue cantada por miles de manifestantes en la revolución naranja de Ucrania).

Para finales de la década de los 70s y comienzos de los 80s, todas estas reivindicaciones estaban encarnadas en el movimiento Punk.   El ejemplo más conocido quizás sea el de los británicos Sex Pistols que en 1977 lanzaron su canción “God Save the Queen”, coincidiendo con las bodas de plata de la coronación de la reina Isabel. Johnny Rotten, vocalista de la banda diría luego: “No escribes  God Save the Queen porque odies a la raza inglesa, lo haces porque la amas y estás harto de que la maltraten”. Buscaban con ella simpatizar con la clase obrera y evocar el resentimiento hacia la monarquía. "God Save the Queen" sería la canción más escuchada en 1977 a pesar de haber sido censurada por la BBC, marcando así el momento definitivo del movimiento punk.   

De vuelta en Suráfrica el movimiento punk encarnado en bandas como Wild Youth y National Wake hacían cada vez una resistencia más marcada a la segregación racial. En España, tras la muerte de Franco, aparecían bandas como La Polla Records o Eskorbuto que hacían crítica abierta al fascismo y catolicismo que habían dominado tan fuertemente el país en las décadas anteriores.

A mediados de los 80s el movimiento glam se haría inmensamente popular relegando al punk a un plano muy secundario.  Sin embargo, su influencia no terminaría allí. Pronto emergerían nuevos géneros como el thrash metal o el grindcore que enarbolaban muchos de los ideales punkeros, esto claro, sin nunca llegar a alcanzar el nivel mediático que tuvo en su momento el punk.

A finales de esa década el Rap empezaría a cobrar una creciente importancia en  el mainstream y fueron artistas como NWA o Run DMC los que se encargarían de mostrar al mundo las injusticias y violencia que se sufrían al interior de los barrios negros.  Pero, como ocurre con todo lo que se vuelve demasiado popular, su mensaje político se fue destiñendo con el paso del tiempo, y el rap terminó convirtiéndose en una glorificación del estilo de vida gangster. Después de todo, como alguna vez dijo Gil Scott Heron, el padrino del rap: “La revolución no será televisada”.

Un destino similar alcanzaría al reggaetón, que inició en los barrios populares  de Puerto Rico hablando de la dura vida de barriada, la violencia, las drogas, la pobreza y el sexo, pero que al final sólo terminaría hablando de lo último. Fue dentro de este contexto primigenio que bandas como Calle 13 iniciaron su carrera. Aún al día de hoy Residente, como artista solista, mantiene vigente las reivindicaciones sociales dentro de su agenda. 

En la última década, con la creciente intromisión de las redes sociales virtuales en nuestra vida diaria, las revoluciones se extienden con mayor rapidez que antes.  Ya no hay una versión hegemónica de la realidad, ni un solo género que represente al sonido de la revolución: en Hong Kong suena al musical “les miserables” de Claude-Michel Schönberg; En Rusia suena al punk de Pussy Riot; en Chile Suena a “el baile de los que sobran” de los prisioneros.    ¿Cómo sonará luego la revolución? Sólo el tiempo lo dirá.

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