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Bailar salsa: un collage migrante en dos secretos 

Siempre me gustó bailar. Podría decirse que siempre he bailado salsa, hablado español y respirado. Tres habilidades que no recuerdo nadie me haya enseñado. La Salsa es un fenómeno musical muy fuerte en Colombia y se practica en abundancia. Allá, las personas bailan, unas más que otras, unas por gusto, otras por obligación social, pero en definitiva es un ambiente donde se cultiva el  «sentido» del ritmo. Cuando salí del país ese «sentido» se volvió un bien escaso. Enfrentar su ausencia y encontrarme con la diferencia fueron circunstancias fundamentales para que la salsa me susurrara sus secretos.

Recuerdo aquella vez que llegamos al Cactus, un bar en la calle Saint-Denis, que se suponía era la meca de la salsa en Montreal. Lucia y yo, veníamos más que por placer por necesidad, era invierno y nuestros cuerpos se marchitaban. Sí, aquél era un bar de salsa, pero era la antípoda de lo que yo conocía como un bar salsa: no todas las noches eran noches de salsa, así que había que programarlo en el calendario, los hombres y las mujeres estaban arregladísimos como si  «entaconarse» y «engominarse» fuera parte de la musculatura necesaria para bailar. Nadie bailaba solo en la pista. Entrar al bar era costoso. Todo el mundo parecía seguir reglas y la salsa que sonaba era absolutamente romántica, puro Marc Anthony, sin cuero, sin fuego y alternaban con Bachata.

Todo aquello era como para un italiano debe ser la pizza hawaiana. De donde yo vengo, cuando se sale a bailar salsa tiene que ser un lugar donde ante todo se ponga “buena salsa”. (“salsa dura” de lo mejor del new york de los 60’s, 70’s, a las agrupaciones colombianas como el Grupo Niche, Sonora Carruseles, Joe Arroyo y Fruko y sus Tesos, o nuevas agrupaciones como La 33 etc.). Son pequeños locales, sencillos, donde venden cerveza barata y se va a lo que se viene: a bailar hasta no poder más. Por lo general se termina en un bailadero de salsa más por la sinergia del día que arrastra a la noche, que por premeditación.

Las personas llegan así: recién salidas del trabajo, con corbata y pinta de oficina, o de las universidades con tenis y mochila, o de donde sea, como sea; no importa la pinta solo el «tumbao». Se toman la pista sin pedir permiso porque para eso es la pista: para conquistarla. Aunque aún prevalece esa norma tácita que a las mujeres las “sacan a bailar” - pues no le hemos dado una patada mortal a las convenciones de género -. La gente no se queda quieta esperando, las personas bailan solas, bailan en tríos, bailan en circulo entre varias o bailan sin tomar en cuenta la norma de quien lleva o quien se deja llevar. Lo que no se hace es parar. Cuando aparece esa pareja con «tumbao» es una delicia.

como si  «entaconarse» y «engominarse» fuera parte de la musculatura necesaria para bailar

Con cada persona nace un mundo, nadie baila igual. Sin saberlo de manera consciente, desde mis noches adolescentes Bogotanas, ese encontrarse con la otredad era lo que más me gustaba del ritual salsero. La magia está en la sorpresa de no poder predecir como se coincidirá con unos nuevos ojos, se deslizará en un nuevo cuerpo, y se improvisará con una nueva forma de seguir el ritmo. A veces se trata de bailar veloz jugando con los pesos y el espacio como volando. Otras es todo lo contrario, se trata de  pegarse: los pies casi sin moverse, conectando los huesos de las caderas como derritiéndose.

Sin decir palabra, se baila toda la canción dándose con todo. Muchas veces cuando se acaba la canción, exhaustas se despiden las personas, todas sudadas sin pedir ni el nombre. No hay conversación que pueda competir con lo que se confesaron en el baile. Dejarse partir es parte del encanto, porque a nadie se le quita lo bailado. En las noches de Salsa en otros lugares del mundo, ya no aspiro a encontrar una complicidad corporal semejante, ni a escuchar temas de salsa que realmente me gusten. Con el tiempo he ido aceptando que finalmente soy la extranjera en el «ritual de salsa» de otras personas. Pero a pesar de las diferencias abismales es innegable que la salsa es un espacio de liberación corporal y de encuentro. Solo esa noche en el “Cactus” la salsa me susurró su primer secreto: no solo se baila el ritmo, se baila a la otra persona.

Cuando no se ha “nacido” bailando salsa, al descubrirla, esta ofrece un espacio para vencer barreras como esa cierta vergüenza al tacto y el “recogimiento” físico. También permite descubrir una forma de expresar libremente la sensualidad del cortejo y liberar las caderas y la pelvis, centro del Eros, que se lleva a veces dormido. Esto fue evidente cuando empecé a ir a las noches de “Salsa Descalza” en Montreal. Eran unos talleres gratuitos que un parche de jóvenes “imigrantes”  se habían ideado para hacerle frente al invierno y a bares como “Cactus”. La idea era muy sencilla, ellos habían encontrado una carencia en esa sociedad: faltaban espacios de conexión física e intuitiva con el desconocido, la gente tenía una fascinación por el exotismo de la salsa y las escuelas de salsa por mucha técnica no enseñan a intuir a la otra persona.  La primera y única regla era bailar “salsa descalza”.

Sin decir palabra, se baila toda la canción dándose con todo. Muchas veces cuando se acaba la canción, exhaustas se despiden las personas, todas sudadas sin pedir ni el nombre.

Luego no se trataba de aprender a bailar salsa, sino aprender a soltar el cuerpo e incorporar el ritmo. Las noches eran un éxito. Llegaban personas de todos los rincones del mundo. Todas bailábamos muy diferente, no había un lenguaje común, así que tocaba empezar como de ceros y adaptarse con generosidad al nivel de baile y la soltura de la pareja. Si bien había una cierta torpeza, se coincidía en el deseo. Había espacio para vencer la barrera del intimidante contacto físico, acceder a la intuición de ritmo propio sin pensar en la forma y reinventar los contratos formales. Por ejemplo allí aprendí a sacar a bailar al quien a mí me provocara. De alguna forma estaba aprendiendo más de Colombia y apropiándome de mi identidad estando fuera de ella. En ese proceso descubrí con sorpresa que no recordaba como me habían enseñado a bailar.

Entonces no tenía idea de cómo enseñar. Yo no sabía definir tiempos o ritmos, ni siquiera estaba muy enterada de la historia del género. Mi aproximación al baile era corporal y poética. Yo escuchaba y mi cuerpo bailaba. Mucho tiempo después en Auroville una ciudad multicultural en el sur de India, conocí a un grupo de locales aficionados a “las danzas sociales latinas” como el Tango y Salsa. No sé bien porqué se me ocurrió preguntarles a aquellos expertos bailarines, que participaban a lo largo del año en encuentros de salsa mundiales, si sabían que querían decir las canciones que bailaban. Me respondieron que “No”. Si algo le enseñaría yo aquellos que les gusta el ritmo de la salsa sería la letra de las canciones. Bailar salsa implica fundirse con sentimientos que en parte se despiertan con la letra de las canciones. Por ejemplo una de mis canciones favoritas es “A la memoria del muerto” de Fruko y su Tesos.

En aquellas noches Bogotanas cuando sonaba esa canción se paraba todo el mundo, cantando la letra y bailando con fuerza. A simple vista la canción habla de alguien que pide fiesta y baile para celebrar su muerte y no “llanto ni rezo“, pero en su profundidad poética es una forma de ver la muerte a la cara y cantarle a la vida. Desde el asesinato de nuestro amigo Toño, a quien le gustaba particularmente esa canción, hemos seguido bailando esa canción pero ahora siempre un poco en su nombre, invocándolo en un bailar agridulce de celebración y duelo. De donde yo vengo se baila con un sentimiento que es invitado por las palabras. Puede ser amor, despecho, pasión, rebeldía, aceptación de las derrotas, injusticia social, tristeza, libertad o muerte. Sí, la tristeza se baila, el duelo se baila, la frustración se baila porque así se está más vivo que nunca. La salsa me susurró su segundo secreto: no solo se baila el ritmo, se baila la letra. “El día que yo me muera/no quiero llanto ni rezo/ … y que bailen mis hermanos/ a la memoria del muerto/y que bailen mis amigos/ la memoria del muerto.” 

Bailar salsa implica fundirse con sentimientos que en parte se despiertan con la letra de las canciones.

Desde el punto de origen es fácil dar mucho por sentado y aceptar contratos. Pararme desde un lugar lejano y experimentar, desde otros contextos, la apropiación que existía de aquello con lo que yo me había criado y que sentía mío e inamovible, me permitió ver con otros ojos. El resultado empoderador de todo este proceso ha sido reconocer lo que tengo para enseñar, por venir de donde vengo, y a su vez lo que tengo el poder de cambiar. Con el tiempo, también descubrí que nunca se termina de aprender a hablar un idioma así sea el materno y que respirar es un arte del cual poco sabemos y bien haríamos en re-aprender y desarrollar.

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